Por Monserrat Sanzana Cortez.
Abogada Universidad Andrés Bello. Candidata Magister Derecho Penal Universidad de Talca y Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Abogada litigante en BG Abogados.
De acuerdo con el ejercicio legítimo del derecho a la propiedad y el derecho la libertad empresarial, en nuestro ordenamiento jurídico los proveedores gozan de plena libertad contractual para determinar el precio de sus productos, situación que, sin embargo, ha sido utilizada para contravenir y dañar la protección de los derechos del consumidor a propósito de la discriminación de precios que podría tener origen en conceptos estereotipados de género.
La discriminación de precios es una estrategia empresarial de carácter racional llevada a cabo por los agentes del mercado, utilizada para vender un mismo producto a un desigual precio y a diferentes consumidores, esto pese a que el costo de producción para los clientes sea exactamente el mismo. Situación que, sin más, produce un fenómeno de sobreprecio que devenga en un impacto de la carga tributaria que asumen los consumidores ante la adquisición de productos idénticos, pero que se presentan con un diseño y etiqueta dirigido a un público determinado.
Es indiscutible el rol que ejerce la mujer en las decisiones de compra, a diferencia del que ejerce el hombre dentro del mercado. El estrecho nexo que existe entre nosotras con el cuidado personal, el vestuario y los productos estéticos, entro otros, en base a los roles sociales, explicaría inconscientemente el fundamento del por qué pesa sobre nosotras el llamado y dispar “impuesto rosa” (concepto que se acuña en la década de 1990 en EE.UU. y que se relaciona a que muchas veces la principal diferencia del producto radica en ser de color rosa, como es el caso emblemático de las máquinas de afeitar desechables). Un defecto de mercado, que no es más que una discriminación económica arbitraria, que va en contra de una legislación con perspectiva de género y que es necesario que la propia dinámica social se oponga a ello.
Con el objeto de acabar con el “impuesto rosa” o también conocido como ‘‘pink tax’’, el 30 de septiembre recién pasado ingresó a la cámara de diputados el proyecto de ley que tiene por objeto prohibir la diferencia de precios por razones de género en la venta de todo tipo de bienes, modificando a través de un único artículo la Ley de Protección a los Derechos del Consumidor N°19.496.
Esta iniciativa legal hacer valer lo propuesto en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de los Derechos Económicos Sociales y Culturales, y que también sigue la línea de lo propuesto en la Convención de Belem do Pará ratificada por Chile en 1996, con la finalidad de poner término a la desigualdad social y feuda discriminación de género que fuertemente impera en nuestro país.
Ahora bien, para algunos la diferencia de precios entre productos de color rosa o azul puede no ser una discriminación arbitraria y más bien condecirse con una estrategia usual de marketing, sin embargo, pensar que existe una predisposición de las mujeres en pagar más por un mismo producto únicamente por su color, sin características extras que pudiesen estar vinculadas a su funcionalidad, implica caer en un argumento desacertado y caprichoso que es conducente a perpetuar la idea de que la mujer es una consumidora irracional, cuestión que sin duda, nos embarca en otra discusión que hoy no tiene sentido. Es más, elevar la cuestión a una estrategia de marketing evidencia el problema que genera la publicidad de los productos ante el incumplimiento del deber de información que se asocia a la producción y ofrecimiento de bienes y servicios, toda vez que, hace que las mujeres como consumidoras de un determinado producto puedan erradamente obtener la convicción de que estos han sido diseñados y manufacturados exclusivamente para nosotras, lo que sin atisbo de duda, conlleva a eternizar un detrimento de nuestros intereses económicos asociados.